• 25/04/2024 12:00

Los amantes de Isabel II marcaron el devenir de su reinado, el primero de la historia constitucional de España

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A Francisco de Asís de Borbón y Borbón, duque de Cádiz y rey consorte de Isabel II se le conocía popularmente con el sobrenombre de “La Paquita”. Había conseguido casarse con la reina a calzador, cuando esta sólo tenía 16 años, fuertemente presionada por su entorno, en especial por su madre, María Cristina.

Y por una mujer que ejercía una gran influencia sobre ella: sor Patrocinio, “la monja de las llagas”, una religiosa polémica del convento franciscano de la calle Caballero de Gracia de Madrid.

Para sus seguidores era una auténtica santa que sufría periódicamente las mismas llagas que Jesucristo, que era capaz de hacer milagros y de conocer el futuro.

Para sus detractores no era más que una impostora que se aprovechaba de su influencia sobre la Reina. Una influencia que utilizó el propio Francisco de Asís para vencer las últimas resistencias de su prima carnal a casarse con él, a cambio de una promesa de generosos donativos al convento.

UN MATRIMONIO QUE FUE UN ERROR

Este matrimonio fue un desastre y un error. Así lo reconoció la reina madre, María Cristina, poco después: “Usted lo ha visto. Usted lo ha oído. Sus caderas, sus andares, su vocecita… ¿No es eso un poco intranquilizador, un poco extraño? ¡Y a los veinticuatro años no se le conoce ninguna aventura!”, le dijo al embajador francés Bresson.

Francisco de Asís, además, padecía un “defecto hipogenital con hipospadias”. Una deformación de los órganos genitales masculinos por el que la uretra, el conducto urinario, se abre por el lado interior del pene o por el escroto, la piel que recubre los testículos.

Esto, según palabras del doctor Gregorio Marañón, fuerza al que lo padece a “hacer aguas menores” en cuclillas, como las mujeres, aunque no le impide mantener relaciones sexuales.

La noche de bodas fue poco menos que un desastre.

“¿Qué te diré de un hombre que la noche de bodas vi que llevaba más encajes que yo?”, confesó Isabel II años más tarde a un diplomático de su hijo, Alfonso XII.

No había química y no podía haberla. Francisco de Asís, diez años mayor que su esposa, era un hombre cultivado, pulcro y acicalado que desdeñaba la vulgaridad y la ignorancia.

Francisco de Asís de Borbón y Borbón, esposo de la Reina Isabel II y rey consorte, era conocido popularmente por el apodo de «La Paquita».

COMO EL AGUA Y EL ACEITE

Isabel II, quien reinó entre el 29 de septiembre de 1833 y el 30 de septiembre de 1868, era una joven atractiva, proclive a la gordura, de cara redonda, ojos azules, poseedora de una gran simpatía y llaneza y tan inculta que escribía con faltas de ortografía.

O sea Francisco de Asís e Isabel II eran como el agua y el aceite.

No pasó mucho tiempo hasta que decidieron dormir en habitaciones separadas y hacer cada uno su vida. A la reina no le podían pedir más. Había cumplido con su deber. En los dos años posteriores al matrimonio se dedicó a divertirse.

Por la mañana montaba a caballo en compañía de una de sus damas y un sirviente; de noche se iba de fiestas por Madrid.

El pueblo la adoraba.

¿Era todavía virgen Isabel II?

Según Fernando Díaz Plaja, “Isabel II no llegó virgen al matrimonio. Salustiano Olózaga, gran garañón, se había encargado de desflorarla y de iniciarla en las lides del amor”. Olózaga había sido el tutor de la reina. Fue presidente del Gobierno durante nueve días, entre el 20 y el 29 de noviembre de 1843.

Lógico era, pues, que la joven reina buscara un sucedáneo a su marido, quien se pasaba los días comprando ropa interior o eligiendo cortinas y otros elementos para la casa, para sus aposentos en el Palacio Real -que decoró en rosa- o para los de sus amigos.

El joven matrimonio sólo se veía en las recepciones oficiales.

EL PRIMER DESLUMBRAMIENTO

El sucedáneo no fue otro que el general Francisco Serrano y Domínguez de Guevara, duque de la Torre y de Tetuán, el cual se había distinguido en la guerra contra los carlistas, y que militaba como diputado en las filas liberales.

Isabel II quedó deslumbrada ante aquel hombre, al que llamó “el general bonito”.

Serrano era guapo, simpático, culto y transpiraba una virilidad irresistible. Isabel II se entregó en cuerpo y alma a su general. Su secreto, sin embargo, fue rápidamente del conocimiento popular.

Francisco de Asís, quien había montado un “servicio de inteligencia” en Palacio, estaba al tanto de las idas y venidas de su esposa y de lo que Serrano opinaba de los pusilánimes como él.

Esto empujó al rey consorte, quien apreciaba en su justa medida su posición y no quería perderla, a echar un órdago a su esposa cuando se trasladaba la Corte a Aranjuez a pasar el verano, como era costumbre.

Francisco Serrano y Domínguez de Guevara, duque de la Torre y de Tetuán, puso precio a abandonar la relación con la Reina Isabel II.

Francisco de Asís no sólo se quedó en el Palacio Real sino que semudó, poco después, al palacio de El Pardo.

Huelga decir que se formó un escándalo mayúsculo que alcanzó al Papa Pío IX; este ordenó congelar la presentación de credenciales de su nuevo nuncio en España, el cardenal Brunelli. La reina, por su parte, envió una carta al Santo Padre pidiéndole la nulidad de su matrimonio, a lo que Pío IX, hizo oídos sordos.

El rey consorte jugó fuerte. Puso como condición para su regreso a las formas que la reina se deshiciera de Serrano; cuatro meses después -el período era para asegurarse de que la reina no estaba embarazada de su general- regresaría con ella.

“Yo habría tolerado a Serrano. Nada exigiría si no hubiese agraviado a mi persona. Pero me ha faltado con calificativos indignos, me ha faltado al respeto y lo aborrezco. Es un pequeño Godoy que no ha sabido conducirse, porque aquel, al menos, para conseguir la privanza de mi abuela había sabido hacerse amar por Carlos IV”, explicó Francisco de Asís al mediador Benavides, entonces ministro de la Gobernación.

EL GENERAL SERRANO LE PIDIÓ DINERO PARA ALEJARSE DE LA CORTE

Serrano, por su parte, sorprendió desagradablemente a la soberana poniendo sus propias condiciones para dejar la corte: tres millones de reales, que Isabel II pagó de su bolsillo, y la capitanía general de Granada.

La reina accedió y todo volvió a la normalidad el 13 de octubre de1 1847.

Isabel II fue consciente entonces de que ese era el sino de su vida. Serrano la había amado por llegar a lo más alto, a la Presidencia de Gobierno. Porque ella tenía la potestad para poner y quitar gobiernos.

No vivían en el absolutismo de su padre, Fernando VII. Existía una clase política, dividida en dos facciones -los moderados, conservadores, y los progresistas, de tendencia liberal-, que se disputaban el poder ora por la alternancia política, ora mediante pronunciamientos militares.

Y por encima de todos estaba ella, la reina, una reina que gustaba de los placeres de la vida y que sería utilizada una y otra vez por sus amantes, y, en general, por todos los que la rodeaban, en su propio interés.

De hecho, a Isabel II le ponían los amantes como a Felipe IV los ciervos. En el interregno entre Serrano y su siguiente gran amor, Manuel Lorenzo de Acuña y Devitte, décimo marqués de Bedmar, once años mayor que la reina, el ministro de Hacienda del momento, el banquero José Salamanca, hombre fuerte del Gobierno de García Goyena, colocó junto a la reina un “atractivo pasatiempo”: el cantante José Mirall, un hombre de fuerte complexión, rasgos faciales griegos y una voz de bajo que emocionaba.

No duró mucho, porque un golpe de Estado del general Ramón María Narváez alejó al amante de la reina, quien fue sustituido, a su vez por su maestro de música, Valldemosa.

Ramón María Narváez, presidente del Consejo de Ministros y protector de la Reina.

A LA SOBERANA SE LE INFLUÍA A TRAVÉS DEL «AMOR»

La experiencia de Mirall enseñó a Salamanca que la mejor forma de influir sobre la soberana era a través del amor. En este sentido Bedmar -casado con Carolina Montúfar, hija de los marqueses de la selva negra- cumplió con su papel más allá de lo que se esperaba.

Isabel II se enamoró perdidamente de este play boy madrileño. Fue tal la pasión que lo instaló junto a sus propios aposentos de palacio y a su esposa la convirtió en su dama.

No se recató, como hizo con Serrano, en mostrarlo a su lado a todos aquellos lugares públicos a donde iba. Para Salamanca, Bedmar fue una buena inversión en unos tiempos donde la corrupción política era general y en los que él hizo una buena fortuna en la construcción de ferrocarriles en España.

La pasión de Isabel II por Bedmar la llevó a escribirle encendidas cartas de amor. El mayordomo de palacio, el marqués de Miraflores, robó algunas de esas cartas y se las entregó a Narváez.

“Si quieres que firme el cese del Gobierno pasa la mano por la barandilla de tu palco”, escribió en una de ellas a Bedmar. Narváez, quien ya sabía que Bedmar era un agente de Salamanca, respondió mandando al exilio parisino al play boy, aunque fue por muy poco. A las pocas semanas estaba de regreso.

En esta época -1849- Francisco de Asís, en su afán por ser convertirse en un verdadero rey, tuvo su gran oportunidad de hacerse con el poder, colocando a un hombre afín en la presidencia del Gobierno.

Aliado con el propio Bedmar, con el apoyo de la “monja de las llagas”, el confesor de la reina, el padre Fulgencio, y toda su camarilla, consiguió que su esposa firmara el cese de Narváez y nombrara al general Serafín María de Sotto, conde Clonard. Fue su gran momento, pero la sociedad respondió de forma tajante.

En las siguientes horas de conocerse la noticia se produjo una catarata de dimisiones en todo el aparato del Estado, los funcionarios se pusieron en huelga, la bolsa se hundió…

Serafín de María de Sotto, tercer conde de Clonard, fue otro de los amantes de la Reina.

Veinticuatro horas más tarde, el 19 de octubre, Narváez fue llamado para formar otra vez Gobierno. Ese día comenzó el declive de la influencia del rey consorte, del amor hacia Bedmar, e hizo su aparición el siguiente amante de la reina: José María Ruíz de Arana, hijo del conde de Sevilla la Nueva, cinco años mayor que la soberana.

El “pollo” Arana, como era conocido por su porte gallardo y masculino, se dice que dueño de grandes atributos físicos, entró en la órbita de la reina, curiosamente, a través del propio rey consorte, quien lo colocó como hombre de confianza suyo.

EL «POLLO» ARANA

El citado “pollo”, como el resto, utilizó su influencia sobre la reina para intervenir en asuntos políticos en su propio interés personal. Todos sus deseos eran órdenes para la soberana, cuyas necesidades estaban perfectamente cubiertas por el mencionado “pollo”. Un año después de compartir cama la reina quedó embarazada, pero el bebé nació muerto.

Al año siguiente -en diciembre de 1851- vino al mundo la primogénita, Isabel, que después fue conocida como “la Chata”. Posteriormente nacerían cinco mujeres y un varón, Alfonso XII.

Cuando nació “la Chata”, Francisco de Asís se marchó al palacio de Riofrío durante más de un mes. Las malas lenguas dijeron que lo había hecho porque no la niña no era hija suya.

A los pocos días de regresar de la Sierra de Guadarrama, donde se halla ubicado el citado palacio, Francisco de Asís conoció a la que sería su pareja por el resto de su vida: Antonio Ramón Meneses, un decorador andaluz, guapo y descarado.

Para cubrir las apariencias, y con la aquiescencia de la “monja de las llagas”, Meneses se casó por la Iglesia con su “novia”, Blanca Mastai. Los tres vivieron juntos y se hicieron inseparables desde entonces.

La reina se quedó otra vez embarazada, y volvió a dar a luz otro niño muerto. La situación política y económica empeoró por momentos.

Su última elección para presidente del Gobierno, auspiciada por el “pollo” Arana -el corrupto Sartorius-, probó ser un desastre y el país avanzaba sin rumbo ni control. Isabel II se vio obligada a llamar de nuevo a Narváez y a deshacerse de su amante, no sin antes nombrarle duque de Baena. Era 1856.

No tardaría más que unos meses en cambiar a un “pollo” por otro, esta vez en la persona de Enrique Puigmoltó y Mayáns, capitán de ingenieros e hijo del conde de Torrefiel, un carlista converso.

Enrique Puigmoltó y Mayáns, amante de la Reina en los meses anteriores al nacimiento de Alfonso XII.

Puigmoltó era elegante, guapo, de carácter extrovertido y aire romántico, muy acorde con la moda de la época. La reina tenía entonces 25 años y todavía era muy atractiva; se cuidaba la línea. Pero sobre todo: deseaba un amor de verdad.

Puigmoltó respondió plenamente a sus expectativas. Durante dos años, de 1856 a 1858, vivieron una pasión de película. Noche sí, noche también, Puigmoltó visitaba la alcoba de su real amante, que dejaba con los primeros rayos de sol del siguiente día, para enfado del rey consorte.

De aquella época se cuenta un suceso que nunca fue del todo autentificado, pero que revela el valor que se daba a la relación de Puigmoltó con la reina: Estando la reina y su amante en la intimidad y en la antecámara esperando el general Narváez con su ayudante de campo, el marqués de los Arenales, irrumpió en la pieza Francisco de Asís seguido de un amigo íntimo, el general Urbiztondo.

UN DUELO EN LA ANTECÁMARA DE LA REINA

El rey consorte exigía que se le dejara pasar a la habitación de su esposa. Como Narváez se negó, su ayudante de campo y el citado general Urbiztondo se enzarzaron en una pelea en la que ambos resultaron muertos.

Isabel II se quedó nuevamente embarazada en 1857. De nuevo los rumores de la época dijeron que el padre no era Francisco de Asís. De nuevo el escándalo planeó sobre la muy “católica” corte española: el nuevo confesor de la reina, Antonio María Claret, renunció a su cargo hasta que no abandonara a Puigmoltó; Francisco de Asís, por su parte, se exilió al palacio de Aranjuez; el amante, a su vez, se jactaba en los cuartos de banderas de lo que hacía con la reina en privado.

El presidente del Gobierno, Narváez, por su lado, decidió jugar su suerte a todo o nada: “O Puigmoltó o yo”. Sólo había una elección e Isabel II se vio obligada a prescindir de su amado en febrero de 1858, no sin antes nombrarle vizconde de Miranda.

El 28 de noviembre de 1857 nació Alfonso XII.

Como ya se había convertido en su costumbre, la reina sustituyó a Puigmoltó con Miguel Tenorio de Castilla, su discreto secretario, al que, a su vez, cambio por Carlos Marfori, un andaluz trece años mayor que ella -él 48 años y ella 35-, amigo de Narváez.

Nada tenía que ver Marfori con Puigmoltó o el “pollo” Arana. Era alto, de porte aristocrático, bigote al uso y patillas a lo Isaac Asimov. Marfori era gobernador civil de Madrid; después fue nombrado ministro de ultramar y, más tarde, intendente del Real Patrimonio.

GOLPE DE ESTADO

Poco tiempo después, en 1868, España entró en una profunda crisis. El gran defensor de la reina, Narváez, murió.

En septiembre el general Juan Prim, apoyado por parte de la Armada, se levantó contra la corrupción, que no contra la reina.

El presidente del Gobierno el general De la Concha, informó a la soberana que se podía controlar la rebelión, pero que debería volver de su veraneo, en Lequeitio, Vizcaya, sin Marfori, uno de los símbolos de la corrupción que Prim quería aplastar.

La reina sorprendentemente respondió que eso no era negociable y desistió de viajar a la capital. Como consecuencia, la llamada “Gloriosa” revolución triunfó e Isabel II perdió su corona, poniendo rumbo a París, donde pocos meses más tarde Francisco de Asís y ella se separaron amigablemente.

Isabel II tendría todavía dos amantes más: José Ramiro de la Puente y González Adin, capitán de Artillería, casado con una mujer muy gruesa -tanto como se estaba poniendo la reina- cantante aficionado y agregado de la embajada española de París, que no dejaba pasar una fiesta ni la oportunidad de encamarse con cualquier mujer que se pusiese a tiro.

Junto a De la Puente, la reina volvió a vivir el “París la nuit” de forma desenfrenada..

La presión social que tuvo que soportar la ex reina, tras su regreso a España, después de la restauración de la monarquía borbónica en la persona de su hijo, Alfonso XII, en 1874, le obligó a prescindir, dolorosamente, de De la Puente.

Sus últimos años, sin embargo, no serían solitarios. Un hombre solícito, gris, judío, de origen húngaro, muy eficaz, que asumiría las funciones de secretario, administrador y Jefe de la Casa de la Reina –José Altmann-, se ocuparía de hacerla feliz hasta su muerte en su retiro de París.

Desde allí Isabel de Borbón meditó sobre su vida. Allí se confesó a Benito Pérez Galdós: “Ponte en mi caso. Carecí de gente desinteresada que me guiara y me aconsejara. Los que podían hacerlo no sabían una palabra del arte de Gobierno, eran cortesanos que sólo conocían la etiqueta. Los que eran ilustrados y diestros en constituciones no me aleccionaban, dejándome a oscuras si se trataba de algo en que mi buen conocimiento pudiera favorecer al contrario.

«A veces me parecía estar metida en un laberinto por el cual por el cual tenía que estar palpando las paredes, pues no había luz que me guiara. Si alguien encendía la candela, venía otro y me la apagaba”, le relató.

La llave de su corazón fue el amor y sus amantes se lo expoliaron, cambiando, en propio beneficio, la historia de España.

Murió el 9 de abril de 1904.


Artículo de CarlosBerbell publicado en https://confilegal.com/20220808-los-amantes-de-isabel-ii-marcaron-el-devenir-de-su-reinado-el-primero-de-la-historia-constitucional-de-espana/