• 18/09/2024 15:55

Cómo surfear las olas de calor en las ciudades. Por (*) Daniel Jato / Universidad Internacional de Valencia (VIU)

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Aunque la definición estricta de ola de calor varía según el país y sus correspondientes agencias meteorológicas, puede entenderse como un episodio en el que se registran temperaturas excepcionalmente altas durante varios días consecutivos. Las olas de calor suceden por la invasión o permanencia prolongada de masas de aire cálida en una zona. Estas situaciones han ocurrido siempre e incluso han tenido su reflejo cultural a lo largo del último siglo, siendo contextuales en obras clásicas de la literatura y el cine como El Extranjero de Albert Camus (1942) o La Ventana Indiscreta de Alfred Hitchcock (1954). Lo que sí se ha alterado con el paso de los años es su frecuencia e intensidad, que cada vez son más extremas por los efectos del cambio climático.

Esta mayor severidad de las olas de calor agrava su repercusión en los seres humanos y el medio ambiente. Aunque los impactos de las olas de calor cambian en función de las características del episodio (por ejemplo, si el aire es seco o húmedo), pueden reflejarse en incendios forestales, inseguridad alimentaria, empobrecimiento de la calidad del aire, propagación de enfermedades infecciosas y, en última instancia, efectos directos en la salud humana como daños mentales y mayor riesgo de muerte por estrés térmico. No en vano, hasta un 90% de las muertes causadas por amenazas meteorológicas en Europa durante las últimas décadas se atribuye a las olas de calor.

La urbanización y el progresivo envejecimiento de la población son concomitancias al cambio climático que aumentan la vulnerabilidad a las altas temperaturas. A esto hay que sumar que las escuelas o centros de atención especializada para los grupos poblacionales más vulnerables de por sí (ancianos y niños) a menudo están situados en zonas expuestas al llamado efecto isla de calor, que actúa como otro potenciador más para las olas de calor.

El efecto isla de calor se refiere al incremento de temperatura que existe en los entornos urbanos en relación con las zonas periurbanas o rurales que los circundan. Este incremento, que puede alcanzar hasta los 10 °C, se produce por varias características de las ciudades, entre las que destacan su morfología (edificios altos y calles estrechas) y la presencia de tejido artificial con poca capacidad de reflejar la luz del sol (por ejemplo, las carreteras). Este tipo de superficies acumulan calor proveniente de la radiación solar durante el día que queda “atrapado”, impidiendo así el enfriamiento de las ciudades.

Teniendo todo en cuenta, sobrellevar una ola de calor en una ciudad con características como las mencionadas puede ser todo un reto. Al margen de las buenas prácticas individuales de telediario que se pueden adoptar para eludir el calor, el contexto de calentamiento global en que vivimos y viviremos debería llevar a reflexionar y tomar medidas más ambiciosas, especialmente porque el porcentaje de población mundial que vive en las ciudades es cada vez mayor, estando actualmente en más del 50% y esperándose que aumente hasta alrededor del 70% en 2050.

Para tener ciudades sostenibles en las que vivir en el futuro es necesario un cambio de paradigma en la concepción de planificación urbana, y dicho cambio debe pasar por armonizar el desarrollo económico y social con la provisión de zonas verdes que permitan oxigenar las ciudades. En una situación de ola de calor, quién no busca refugio en un parque o al abrigo de un árbol. Lo que en realidad buscamos es la capacidad de evapotranspiración de las plantas y el enfriamiento que esta causa en la temperatura ambiental. Los ciudadanos de Portland (Estados Unidos), por ejemplo, tienen este concepto claro. En 2008 fundaron un movimiento llamado Depave que, como su propio nombre indica, busca eliminar parches de pavimento artificial (hormigón) y sustituirlos por vegetación para combatir la mortalidad asociada al calor.

No obstante, si se asocian únicamente a parques o árboles singulares, estos beneficios son puntuales y su impacto a mayor escala se diluye. Es en este punto donde entra en juego el concepto de infraestructura verde, que va un paso más allá al implicar una red estratégicamente planeada de zonas naturales y seminaturales, tanto terrestres como acuáticas, diseñada para proporcionar múltiples servicios ecosistémicos, entre los que se encuentra la regulación térmica. Es decir, disponer espacios verdes aislados de forma arbitraria no es suficiente, debiendo aspirarse a acciones de planificación urbana más intensivas que impliquen una renaturalización de las ciudades basada en la conectividad y restauración ecológicas.

Además, los beneficios ambientales derivados de la presencia de infraestructura verde también tienen su reflejo en el bienestar humano. Vuelvo a recurrir a la literatura para citar a Fiódor Dostoievski, que narró lo siguiente en Crimen y Castigo (1866): “el verdor y la frescura del paisaje alegraron sus cansados ojos, habituados al polvo de las calles, a la blancura de la cal, a los enormes y aplastantes edificios”. Un discurso que da que pensar al seguir plenamente vigente cerca de dos siglos después.

 

(*) Daniel Jato es profesor del Máster Universitario en Ingeniería y Gestión Ambiental e investigador de la Universidad Internacional de Valencia (VIU)

Foto principal: Un niño se vierte agua sobre sí mismo durante un intenso calor en Bruselas (Bélgica), el 11 de agosto de 2024.
Archivo EFE/EPA/FREDERIC SIERAKOWSKI

 

 

 

 

 

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Artículo de Arturo Larena publicado en https://efeverde.com/como-surfear-las-olas-de-calor-en-las-ciudades-por-daniel-jato-universidad-internacional-de-valencia-viu/