Diego Fierro Rodríguez
La fascinación por la apariencia física como elemento de juicio en nuestra percepción de la criminalidad es una constante que subyace en el análisis social y jurídico de casos mediáticos. El reciente asesinato de Brian Thompson, ejecutivo de UnitedHealthcare, y la subsecuente idealización del presunto autor, Luigi Mangione, sacuden no solo los cimientos del Derecho penal, sino también los prejuicios que sustentan las bases de la criminología moderna. La narrativa pública, inundada de memes y elogios hacia Mangione, revela una distorsión de valores que cuestiona tanto la justicia como la empatía social frente al delito, tema del que Marta García Aller se hizo eco en un interesante artículo titulado «Los abdominales de Luigi Mangione y el asesinato de un CEO».
El caso de Mangione sugiere un fenómeno de «halo criminal», donde las características externas del acusado —juventud, atractivo físico y antecedentes educativos ejemplares— no solo contrarrestan la gravedad del crimen, sino que llegan a inspirar simpatía e incluso admiración. Esta paradoja no es nueva. La criminología, desde Cesare Lombroso, ha intentado identificar patrones que expliquen la criminalidad mediante una mezcla de rasgos biológicos, psicológicos y sociales. Sin embargo, la exaltación de un criminal debido a su apariencia demuestra cómo las percepciones públicas influyen en la manera de interpretar y, en algunos casos, justificar actos atroces.
Lombroso, considerado el padre de la criminología, defendía la idea de que ciertos individuos estaban predestinados a delinquir debido a características físicas y psicológicas inmutables. Aunque su teoría del criminal nato ha sido ampliamente criticada por su determinismo biológico, resalta cómo los prejuicios sobre la apariencia siguen siendo un elemento poderoso en la percepción del crimen. Luigi Mangione, con su perfil de joven exitoso y guapo, rompe con el estereotipo visual del delincuente, lo que genera una confusión social que roza la indulgencia. La atracción hacia figuras como Mangione no solo pone en entredicho las premisas éticas, sino que muestra un fenómeno peligroso: el crimen se vuelve, de alguna manera, «admirable» cuando quien lo comete cumple con estándares de belleza y éxito.
Esta dualidad encuentra eco en el contexto de las redes sociales, donde los crímenes se convierten en espectáculos mediáticos. En el caso de Mangione, su manifiesto contra las aseguradoras médicas añade una capa de «justificación» a un acto que, en esencia, es la expresión más extrema de violencia. La conexión entre el discurso del acusado y la indignación social contra las aseguradoras revela una instrumentalización del crimen como herramienta de reivindicación. No obstante, justificar un asesinato como respuesta a las «malas praxis» de un sistema no solo distorsiona los principios básicos del Derecho penal, sino que debilita la capacidad de la justicia para funcionar como un ente imparcial y protector.
Además, la reacción de ciertos sectores del público plantea preguntas profundas sobre la erosión de los valores éticos colectivos. Que Mangione, acusado de un asesinato premeditado, sea celebrado más que su víctima, no solo muestra una desconexión con la naturaleza del crimen, sino que expone la facilidad con la que las emociones colectivas pueden ser manipuladas. Si bien el caso pone en evidencia la deshumanización inherente al sistema sanitario estadounidense, también obliga a reflexionar sobre cómo la violencia, bajo ciertas narrativas, es romantizada o glorificada.
Desde una perspectiva legal, el caso de Mangione debe abordarse sin el ruido mediático que lo envuelve. La justicia no puede sucumbir al peso de la opinión pública, especialmente cuando esta se construye sobre prejuicios estéticos y una narrativa polarizadora. En última instancia, el Derecho penal tiene el deber de abstraerse de las características externas del acusado para enfocarse en los hechos probados y las motivaciones reales detrás del crimen. Ignorar esta obligación supondría comprometer la legitimidad del sistema judicial y sentar un precedente peligroso donde las apariencias influyan en la interpretación y aplicación de la ley.
La fascinación cultural por criminales atractivos no es un fenómeno nuevo, pero el contexto actual amplifica su impacto. Como en los años setenta, cuando figuras como Charles Manson o el Unabomber capturaron la atención del público, Luigi Mangione se convierte en un reflejo de las contradicciones de nuestra sociedad. En este espejo, no solo se reflejan los prejuicios de una colectividad que aún juzga por las apariencias, sino también las grietas de un sistema que, al legitimar la narrativa del crimen como protesta, abre la puerta a un caos moral que amenaza la esencia misma del orden jurídico.
El desafío está en comprender que, aunque los guapos puedan delinquir, su atractivo no debe convertirse en un escudo que mitigue la gravedad de sus actos ni en un argumento que diluya la responsabilidad penal. La justicia debe permanecer ciega no solo ante las características sociales, económicas o raciales del acusado, sino también ante su apariencia. Solo así puede garantizarse que el Derecho penal continúe siendo un pilar firme en la búsqueda de equidad y justicia, lejos del ruido emocional que distorsiona nuestra percepción de los hechos.
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