• 29/10/2025 20:42

Trump, faraón como Rameses II

(origen) Redacción Oct 28, 2025 , , , ,
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Diego Fierro Rodríguez

Diego Fierro Rodríguez

Diego Fierro Rodríguez

  1. El retorno del César moderno en tierra de faraones

La toma de posesión de Donald Trump como 47º presidente de Estados Unidos el 20 de enero de 2025 marca un precedente constitucional singular: el regreso al poder de quien había abandonado la Casa Blanca tras cuestionar la legitimidad del proceso electoral que lo desalojó. Esta circunstancia, inédita en la historia estadounidense, evoca patrones de ejercicio del poder que trascienden las categorías tradicionales del constitucionalismo occidental.

La historia, sin embargo, no carece de sentido del humor. Apenas 9 meses después de su regreso al poder, Trump se encontró firmando un acuerdo de paz en la misma tierra donde Ramses II ejerció el poder absoluto durante 66 años. El 13 de octubre de 2025, en una cumbre celebrada en Egipto, el presidente estadounidense rubricó junto a los líderes de Qatar, Turquía y la nación anfitriona el denominado «plan de paz para Gaza», sellando así el fin de dos años de conflicto entre Israel y Hamas.

Lo anterior me sugiere que estamos ante un fenómeno político que requiere marcos analíticos diferentes a los convencionalmente empleados para estudiar las democracias liberales. El paralelismo con Ramses II no es caprichoso: ambos líderes han construido su legitimidad sobre la premisa de encarnar personalmente la grandeza de sus respectivas naciones, convirtiendo el ejercicio del poder en una manifestación de voluntad individual antes que institucional. Que Trump haya elegido precisamente Egipto para escenificar su triunfo diplomático añade una dimensión casi teatral a esta comparación.

  1. La arquitectura del poder personalizado bajo las pirámides

El ejercicio del poder faraónico se caracterizaba por la eliminación de intermediarios entre la voluntad del gobernante y su materialización política. Ramses II construyó Abu Simbel no solo como templo religioso, sino como manifestación física de su poder, grabando su nombre en cada rincón del imperio egipcio. Los monumentos no eran obras públicas, sino extensiones de la personalidad real.

Trump ha replicado esta lógica mediante la transformación de las instituciones gubernamentales en instrumentos de proyección personal. Su primera presidencia se caracterizó por la subordinación de las estructuras burocráticas a la lealtad personal antes que a la función pública. La segunda presidencia profundiza esta tendencia: los nombramientos gubernamentales priorizan la adhesión incondicional al líder sobre la competencia técnica o la experiencia institucional.

La cumbre de octubre en Egipto ilustra perfectamente esta dinámica. Mientras que tradicionalmente los acuerdos de paz se firman en territorio neutral o en las capitales de las potencias mediadoras, Trump convirtió el evento en una celebración personal de su capacidad para «traer la paz» donde otros habían fracasado. Asumo que no fue casual la elección del escenario: Egipto, cuna del poder faraónico, proporcionaba el telón de fondo perfecto para un líder que concibe la diplomacia como extensión de su carisma personal.

Considero que esta personalización del poder trasciende lo meramente estilístico para convertirse en una reformulación sustantiva del sistema político. Cuando Ramses II afirmaba ser hijo de Ra, no expresaba una creencia religiosa, sino que establecía un marco de legitimidad que colocaba su autoridad por encima de cualquier cuestionamiento institucional. Trump, aunque opera en un contexto secular, ha desarrollado un discurso de legitimación que apela a categorías similares: la conexión directa con «el pueblo real» sin mediación de élites, partidos o instituciones.

III. El monopolio de la interpretación constitucional en el país del Nilo

El faraón egipcio no estaba sometido a ley alguna porque él mismo era la fuente de la ley. Ramses II no interpretaba la voluntad divina; la encarnaba. Esta concepción del poder como fuente originaria de legitimidad encuentra ecos inquietantes en el discurso político trumpiano, particularmente en su relación con el ordenamiento constitucional.

La impugnación sistemática de las decisiones judiciales adversas, la descalificación de las instituciones de control y la apelación constante a una legitimidad superior —»el mandato del pueblo»— que trascendería los marcos legales establecidos, configuran un modelo de ejercicio del poder que subordina la legalidad a la voluntad del líder. Cuando Trump afirma que ciertas decisiones judiciales son «ilegítimas» porque contrarían la «verdadera» voluntad popular que él encarna, replica la lógica faraónica que concibe al gobernante como fuente última de legitimidad.

La ceremonia egipcia del 13 de octubre añade una capa adicional de ironía histórica. En la misma región donde los antiguos faraones dictaban la ley mediante decreto divino, Trump se presentó ante el mundo como el artífice único de la paz regional. Su declaración de que «hemos necesitado 3.000 años para llegar a este momento» no solo revela una comprensión peculiar de la cronología histórica, sino que establece una línea de continuidad directa entre su liderazgo y el de los antiguos gobernantes egipcios.

Esta dinámica resulta particularmente preocupante en un sistema constitucional diseñado sobre la premisa de la separación de poderes y los controles mutuos. Ramses II podía permitirse ignorar a los sacerdotes de Tebas porque disponía de un ejército profesional y una burocracia leal. Trump opera en un contexto donde tales recursos de poder están distribuidos y sometidos a controles institucionales, pero su discurso político busca constantemente trascender esas limitaciones mediante la apelación a una legitimidad superior.

  1. La construcción del relato mítico en la cumbre de las pirámides

Ramses II fue probablemente el primer gobernante de la historia que comprendió cabalmente el poder de la propaganda política. Sus victorias militares fueron magnificadas hasta convertirse en epopeyas; sus construcciones arquitectónicas proclamaban su grandeza a través de los siglos; su longevidad física se interpretó como prueba de favor divino. El faraón no se limitó a gobernar: construyó un relato sobre sí mismo que trascendía su persona para convertirse en mito nacional.

Trump ha demostrado una comprensión intuitiva similar del poder narrativo. Su capacidad para reformular sistemáticamente los hechos adversos, convertir las derrotas en victorias morales y presentar cada controversia como confirmación de su excepcionalidad, replica las técnicas de construcción mítica empleadas por el faraón egipcio. La diferencia radica en los medios: donde Ramses utilizaba jeroglíficos y monumentos, Trump emplea las redes sociales y los medios de comunicación masiva.

La cumbre egipcia representa la culminación de esta estrategia narrativa. En una sola ceremonia, Trump logró presentarse simultáneamente como pacificador global, líder indispensable y heredero de una tradición de liderazgo que se remonta a los orígenes de la civilización. Que ni Israel ni Hamas estuvieran presentes en el acto de firma —un detalle que podría considerarse protocolariamente relevante— resultó irrelevante para la construcción del relato: lo importante no era la sustancia diplomática, sino la imagen del líder americano dictando la paz desde la tierra de los faraones.

Ello me obliga a deducir que ambos líderes han comprendido una verdad política fundamental: en el ejercicio del poder, la percepción puede ser más determinante que la realidad objetiva. Ramses logró que sus súbditos lo veneraran como dios viviente; Trump ha conseguido que una parte significativa del electorado estadounidense lo perciba como víctima heroica de un sistema corrupto, independientemente de las evidencias que contradigan esa narrativa.

  1. Las instituciones como obstáculos a remover, desde el Potomac hasta el Nilo

El modelo faraónico clásico no reconocía limitaciones institucionales al poder del gobernante. Los consejos, las tradiciones, incluso los cultos religiosos establecidos, existían por tolerancia real y podían ser modificados o eliminados según la voluntad soberana. Ramses II reformuló el panteón egipcio para consolidar su posición, subordinó el sacerdocio tradicional y creó nuevas instituciones que respondían directamente a su autoridad.

La relación de Trump con las instituciones estadounidenses evidencia patrones similares, aunque adaptados al contexto democrático. Su primera presidencia se caracterizó por el cuestionamiento sistemático de la legitimidad de las instituciones que limitaban su poder: los tribunales federales se convertían en «obstáculos políticos» cuando dictaban sentencias adversas; los organismos de inteligencia eran «estado profundo» cuando producían informes inconvenientes; el Congreso perdía representatividad cuando ejercía funciones de control.

La segunda presidencia parece orientada hacia una institucionalización de esta lógica. Los nombramientos gubernamentales priorizan la lealtad personal sobre la experiencia institucional; las reformas administrativas buscan concentrar poder ejecutivo; el discurso político presenta las limitaciones constitucionales como obstáculos a la «verdadera» democracia que el líder encarna.

La cumbre egipcia ilustra esta tendencia hacia la personalización de la política exterior. En lugar de delegar la negociación en el Departamento de Estado o trabajar a través de los canales diplomáticos tradicionales, Trump convirtió el proceso de paz en una demostración personal de su capacidad negociadora. La ausencia de las partes directamente implicadas en el conflicto de la ceremonia de firma sugiere que el objetivo principal no era la resolución técnica del conflicto, sino la demostración pública del poder personal del presidente estadounidense.

Asumo que esta dinámica no obedece necesariamente a un plan consciente de demolición institucional, sino a una concepción del liderazgo que considera las limitaciones estructurales como impedimentos artificiales a la materialización de la voluntad popular. Ramses II tampoco pretendía destruir Egipto; creía sinceramente que su poder ilimitado era la mejor garantía de prosperidad nacional.

  1. El dilema constitucional contemporáneo bajo la sombra de las pirámides

La comparación entre Trump y Ramses II trasciende lo anecdótico para plantear interrogantes fundamentales sobre la compatibilidad entre el liderazgo personalista y las instituciones democráticas. El faraón egipcio operaba en un marco político que legitimaba constitucionalmente su poder absoluto; Trump debe ejercer un liderazgo de características similares dentro de un sistema diseñado específicamente para impedirlo.

Esta tensión genera dinámicas políticas inéditas que desafían las categorías tradicionales del análisis constitucional. Cuando un líder democráticamente elegido adopta patrones de ejercicio del poder incompatibles con el marco institucional que lo llevó al gobierno, ¿debe el sistema adaptarse a las nuevas realidades o mantener sus estructuras originales?

La pregunta no es meramente académica. La polarización política estadounidense, la erosión de las normas no escritas que regulaban el comportamiento presidencial y la instrumentalización partidista de las instituciones de control sugieren que el sistema constitucional diseñado en 1787 enfrenta desafíos para los cuales no fue concebido.

La ceremonia egipcia del 13 de octubre añade una dimensión casi surreal a este dilema. En el país donde se inventó el concepto de poder absoluto personalizado, un presidente estadounidense escenificó su triunfo diplomático rodeado de líderes que, en muchos casos, ejercen formas de autoridad más cercanas al modelo faraónico que al democrático occidental. La imagen de Trump firmando un acuerdo de paz en territorio egipcio, sin la presencia de las partes directamente implicadas, evoca inquietantemente las ceremonias faraónicas donde el poder se ejercía por decreto divino antes que por consenso político.

Ramses II gobernó exitosamente durante más de 6 décadas porque el sistema político egipcio estaba diseñado para concentrar poder en su figura. La pregunta que plantea la segunda presidencia de Trump es si las instituciones estadounidenses pueden sobrevivir a un liderazgo que considera esa concentración de poder como objetivo legítimo, o si la persistencia del modelo personalista terminará por transformar irreversiblemente el sistema político estadounidense, junto con otras obras que difícilmente durarán lo mismo que el legado de Ramses II.

La respuesta a esta interrogante definirá no solo el futuro de Estados Unidos, sino el modelo de ejercicio del poder político en las democracias occidentales del siglo XXI. Que esta reflexión deba hacerse mientras contemplamos a un presidente estadounidense celebrando sus logros diplomáticos en la cuna del absolutismo faraónico no deja de ser una ironía que la historia pareciera haberse reservado para estos tiempos convulsos.

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