Diego Fierro Rodríguez

Diego Fierro Rodríguez
Francisco Tomás y Valiente, magistrado, historiador del derecho y presidente emérito del Tribunal Constitucional, encarna la esencia del jurista comprometido con la democracia y el Estado de Derecho. Su legado, que trasciende lo puramente académico para adentrarse en los cimientos de la institucionalidad española, cobra una vigencia ineludible en la actualidad, donde la independencia judicial y la integridad de los órganos jurisdiccionales siguen siendo objeto de debate y controversia.
El homenaje celebrado en el Tribunal Constitucional el pasado mes de febrero con motivo del 29.º aniversario de su asesinato a manos de la banda terrorista ETA ha servido no solo para honrar su memoria, sino también para reivindicar la solidez de su pensamiento jurídico. Durante el acto, el presidente del Tribunal Constitucional, Cándido Conde-Pumpido, evocó las palabras de Tomás y Valiente, recordando que un tribunal no debe obsesionarse con el eco de sus resoluciones, pues en una sociedad democrática siempre habrá tanto aplausos como censuras. Esta afirmación, de una claridad meridiana, contiene en sí misma un principio cardinal de la función jurisdiccional: la justicia no puede estar supeditada al juicio de la opinión pública, ni debe moldearse conforme a presiones externas, sean estas políticas, económicas o mediáticas.
En el homenaje, se recordó su papel inaugural como magistrado del Tribunal Constitucional, donde sentó las bases de la interpretación y aplicación de la Constitución en su etapa más temprana. Su contribución a la consolidación del Estado democrático no solo se circunscribió a su labor jurisdiccional, sino que también se extendió a su quehacer académico, donde como catedrático de Historia del Derecho y miembro del Consejo de Estado dejó una impronta indeleble. Su compromiso con la justicia y la convivencia pacífica quedó patente en su condena tanto del terrorismo como de la guerra sucia del Estado, reafirmando la necesidad de preservar la legalidad en todo momento y circunstancia.
En este contexto, la figura de Tomás y Valiente adquiere un valor simbólico y didáctico para los jueces y tribunales de nuestro tiempo. Su pensamiento es un recordatorio de que la función jurisdiccional debe ejercerse con independencia, guiada exclusivamente por la norma y la razón jurídica. Las palabras evocadas por Conde-Pumpido no solo resuenan en el ámbito constitucional, sino que resultan aplicables a la totalidad de la Administración de Justicia, pues reivindican la esencia misma de la potestad jurisdiccional: la obligación de impartir justicia sin desviaciones ni condicionamientos externos.
Francisco Tomás y Valiente sigue siendo, décadas después de su asesinato, una referencia imprescindible en el pensamiento jurídico español. Su legado no se limita al ámbito de la historia del derecho o a su paso por el Tribunal Constitucional; trasciende el tiempo y se proyecta como un faro para la magistratura, recordándonos que el ejercicio de la función jurisdiccional no puede estar sometido al dictado de las pasiones, los vaivenes políticos ni la presión mediática. Su reflexión acerca de la independencia judicial y la necesidad de que los tribunales no se dejen influenciar por el aplauso o la censura sigue resonando en la actualidad con la misma vigencia con la que fue concebida.
El papel de los jueces y magistrados en un Estado democrático exige, ante todo, una fidelidad absoluta a la ley y la Constitución. No se trata de una adhesión acrítica ni de una sumisión a un texto normativo petrificado en el tiempo, sino de un compromiso activo con la interpretación y aplicación de los principios que informan el ordenamiento jurídico. Tomás y Valiente comprendió que los jueces no son meros aplicadores de normas en abstracto, sino agentes esenciales de la democracia que, a través de sus decisiones, configuran la convivencia social. Sin embargo, esta función no puede desarrollarse bajo la sombra del cálculo político o el temor a la reacción de la opinión pública.
El eco de las resoluciones judiciales es, en muchos casos, inevitable. Algunas sentencias generan controversia, otras reciben elogios y no son pocas las que provocan un intenso debate social. La clave, como advirtió Tomás y Valiente, radica en que los tribunales no pueden permitir que este murmullo condicione su labor. Ni el aplauso debe servir de estímulo, ni la crítica de freno. La justicia, si ha de ser tal, debe administrarse con la ecuanimidad de quien tiene como única guía el derecho y la razón. El peligro de que los jueces actúen con la vista puesta en la respuesta pública es evidente: se erosiona la independencia judicial y se abre la puerta a un sistema en el que la aplicación del derecho quede supeditada a la presión de los grupos de interés.
La independencia judicial es un pilar fundamental del Estado de Derecho, pero no es una cualidad abstracta ni una mera declaración de intenciones. Se materializa en la capacidad de los jueces para decidir conforme a su interpretación honesta de la ley sin verse constreñidos por factores externos. En este sentido, la doctrina de Tomás y Valiente cobra una relevancia especial en un contexto en el que la judicatura se ve sometida a constantes intentos de instrumentalización. La polarización política, la inmediatez mediática y la sobreexposición de los procesos judiciales han intensificado la presión sobre los tribunales, dificultando en muchas ocasiones que sus decisiones sean valoradas en su estricta dimensión jurídica.
Es aquí donde la advertencia de Tomás y Valiente alcanza su máxima expresión. El riesgo de que los tribunales se conviertan en escenarios de batalla ideológica no es una mera hipótesis teórica, sino una amenaza real que compromete la función jurisdiccional. Si el juez comienza a dictar sentencia con la mirada puesta en el respaldo de la opinión pública, su independencia queda irremediablemente comprometida. La democracia no se construye sobre la complacencia ni sobre la aquiescencia con el poder de turno; se cimienta en instituciones que, como los tribunales, deben mantener su autonomía incluso cuando su proceder resulte incómodo para algunos sectores.
El Tribunal Constitucional, como supremo intérprete de la Constitución, encarna en gran medida este dilema. Sus resoluciones han sido objeto de aplauso y censura en función de los intereses políticos del momento, pero su legitimidad no puede derivarse de la simpatía que despierten sus fallos, sino de su capacidad para actuar con imparcialidad. Tomás y Valiente fue un actor clave en la configuración de esta institución y entendió que su fortaleza radicaba en su independencia, en su capacidad para resistir las presiones y en su compromiso con el derecho como única brújula.
Es por ello que su legado se extiende más allá de su tiempo y continúa ofreciendo una lección ineludible para los juzgados y tribunales de hoy. En un escenario donde el poder judicial se encuentra bajo el escrutinio constante de la política y los medios de comunicación, la resistencia a la influencia externa no es una simple opción, sino una exigencia ineludible. La tentación de acomodarse a las expectativas sociales o de evitar el desgaste de una decisión impopular es un veneno insidioso que, de ser ingerido, diluye la esencia misma de la función judicial.
Las palabras de Tomás y Valiente, reivindicadas en el homenaje celebrado en el Tribunal Constitucional, no son un recordatorio nostálgico de un pasado idealizado, sino una advertencia urgente para el presente. Si los jueces ceden a la presión del entorno, si permiten que el temor a la crítica o el deseo de reconocimiento condicionen sus fallos, el sistema de justicia se verá irremediablemente debilitado. La independencia judicial no es un privilegio de la magistratura, sino una garantía esencial para todos los ciudadanos, pues solo un poder judicial libre de injerencias puede garantizar una aplicación imparcial del derecho.
El verdadero tributo a Tomás y Valiente no se encuentra únicamente en los homenajes oficiales ni en la solemnidad de los actos institucionales. Su memoria se honra cada día en cada juzgado y tribunal donde los jueces actúan con la convicción de que su labor no debe supeditarse a lo que resulte más cómodo o popular, sino a lo que el derecho y la justicia exigen. Su advertencia sobre la indiferencia necesaria frente a los aplausos y las censuras no es una consigna vacía, sino una norma de conducta para toda la magistratura. En ella reside la esencia de la independencia judicial y la garantía última de que la justicia no se convierta en un simple reflejo de las emociones del momento.
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