Diego Fierro Rodríguez

Diego Fierro Rodríguez
En las profundidades de los sistemas legales modernos, donde la justicia se pretende un reflejo de la razón humana y el equilibrio entre las partes, emerge un caso que, como un eco distante pero perturbador, nos obliga a cuestionar los fundamentos mismos del arbitraje internacional. La reciente resolución del Tribunal de Apelación de Singapur, que confirmó la anulación de un laudo arbitral bajo el reglamento de la Corte de Arbitraje de la Cámara de Comercio Internacional (en adelante, CCI), nos sitúa ante un fenómeno que trasciende lo meramente técnico: el uso del “cortapega” como método de resolución de disputas, una práctica que, lejos de ser una simple manifestación de dejadez o desidia, pone en jaque la legitimidad del proceso arbitral y su capacidad para reflejar una deliberación auténtica.
El caso en cuestión gira en torno a un contrato ferroviario en India, un ámbito donde las infraestructuras y los intereses económicos colisionan con frecuencia. Se trata de una sociedad instrumental creada para gestionar una red de corredores especializados de mercancías, y un consorcio de tres empresas que, en 2014, obtuvo una licitación para administrar el corredor occidental. El desacuerdo surgió en 2017, cuando el gobierno indio emitió una notificación que incrementaba los salarios mínimos, generando una disputa sobre si dicha medida otorgaba al consorcio derecho a recibir pagos adicionales según los términos contractuales. El laudo, emitido en noviembre de 2023 y presidido por el expresidente del Tribunal Supremo de India, Dipak Misra, favoreció al consorcio. Sin embargo, lo que parecía un desenlace ordinario se transformó en un escándalo cuando se reveló que la resolución arbitral no era más que una colección de párrafos copiados y pegados de otros dos laudos relacionados, dictados en arbitrajes paralelos que involucraban a las mismas partes. Este acto, que en un primer momento podría parecer una simplificación burocrática, destapa una falla estructural en la manera en que se toman decisiones que afectan millones de dólares y, más aún, la confianza en el sistema arbitral.
Desde un punto de vista jurídico, la decisión del Tribunal de Apelación de Singapur no solo confirma la anulación del laudo, sino que establece un precedente inquietante sobre los límites de la imparcialidad y la independencia arbitral. La corte identificó que “partes de los Laudos Paralelos se reprodujeron en el Laudo, sin ni siquiera ajustarse a las diferencias en los argumentos esgrimidos o en los términos de los contratos aplicables”. Esta observación no es trivial: implica que el panel arbitral, compuesto por tres eminentes jueces indios jubilados –Dipak Misra, Krishn Kumar Lahoti y Gita Mittal– no solo falló en adaptar su razonamiento a las particularidades del caso, sino que permitió que decisiones previas ejercieran una influencia indebida, configurando lo que el Singapore International Commercial Court (SICC) calificó como “un prejuzgamiento inadmisible”. Para alguien como yo, que se interesa por los entresijos del derecho internacional, este hallazgo es alarmante, pues sugiere que el arbitraje, concebido como un mecanismo alternativo y ágil para resolver disputas, puede convertirse en un ritual vacío si los árbitros no ejercen un juicio crítico y autónomo.
La cuestión de la parcialidad, además, se entrelaza con un conflicto de interés potencialmente grave. Dipak Misra, como presidente de los tres paneles arbitrales, no solo dirigió el laudo ahora anulado, sino también los arbitrajes paralelos, lo que podría haber creado una percepción –o realidad– de predisposición. El Tribunal de Apelación de Singapur, al destapar las identidades de los árbitros y analizar su rol, subrayó que el proceso de toma de decisiones se vio comprometido. Esta transparencia, aunque tardía, es un paso necesario para restaurar la credibilidad, pero también deja en evidencia una debilidad sistemática: la falta de mecanismos efectivos para garantizar que los árbitros, incluso aquellos con trayectorias impecables, mantengan una distancia crítica respecto a sus propias decisiones previas. En este sentido, considero que el caso nos invita a reflexionar sobre si el prestigio personal de un árbitro puede convertirse en un arma de doble filo, donde la experiencia acumulada se transforma en un sesgo que oscurece la objetividad y el olvido de su posible contaminación.
Otro aspecto digno de análisis es el impacto de esta práctica en la percepción pública y profesional del arbitraje. El arbitraje internacional, regido por instituciones como la CCI, se presenta como un sistema eficiente y neutral, capaz de ofrecer soluciones rápidas y definitivas a disputas comerciales. Sin embargo, cuando un laudo se construye mediante el simple reciclaje de textos previos, sin una reevaluación profunda de los hechos y el derecho aplicable, se mina esa confianza. En mi opinión, este caso no es solo un fallo aislado, sino un síntoma de una tendencia más amplia hacia la automatización y la deshumanización de los procesos jurídicos. Si los árbitros, en su afán por ahorrar tiempo o esfuerzo, recurren a métodos mecánicos como el copiar y pegar, ¿qué diferencia queda entre ellos y un algoritmo? La justicia, después de todo, no debería ser un ejercicio de eficiencia ciega, sino un acto de deliberación que respete la singularidad de cada caso.
Desde el punto de vista del derecho comparado, es instructivo observar cómo otras jurisdicciones han abordado situaciones similares. En sistemas como el común o el civil, la independencia judicial es un pilar fundamental, protegido por normas estrictas de recusación y supervisión. Sin embargo, en el ámbito arbitral, donde la confidencialidad y la autonomía de las partes suelen prevalecer, los controles son más laxos. El fallo de Singapur, al establecer que el “cortapega” constituye una violación del debido proceso, marca un hito que podría inspirar reformas en los reglamentos arbitrales internacionales. Instituciones como la CCI podrían verse compelidas a introducir mayores requisitos de motivación y originalidad en los laudos, así como mecanismos más robustos para evitar conflictos de interés. Este caso, pues, no solo cuestiona un laudo específico, sino que desafía a la comunidad jurídica global a repensar los estándares de calidad en el arbitraje.
Finalmente, cabe preguntarse qué significa este episodio para el futuro de la justicia en un mundo interconectado. El arbitraje, como herramienta del comercio global, depende de su capacidad para ser percibido como justo e imparcial. Si los laudos se convierten en meros collages de decisiones previas, sin un esfuerzo genuino por razonar y adaptar, el riesgo es que las partes pierdan fe en el sistema, optando por recurrir a los tribunales estatales o, peor aún, resolviendo sus disputas fuera de cualquier marco legal. En un nivel más filosófico, este caso nos recuerda que la justicia no es solo un producto de reglas y procedimientos, sino también de la intención humana detrás de ellos. Copiar y pegar, en última instancia, no es solo un acto de negligencia; es una renuncia a la responsabilidad de pensar, de juzgar y de actuar con la gravedad que merece cada conflicto.
Hay que reseñar que la anulación del laudo por el Tribunal de Apelación de Singapur no es un simple episodio técnico, sino una llamada de atención sobre los riesgos de la mecanización en la administración de justicia. Confío en que este precedente impulse una reflexión profunda sobre cómo equilibrar eficiencia y rigor en el arbitraje internacional, asegurando que los laudos no sean meros reflejos de decisiones pasadas, sino productos vivos de un razonamiento crítico y ético. Solo así podremos preservar la esencia de la justicia: un acto humano, deliberado y, sobre todo, razonado.
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