Miguel Yaben Peral. Col. ICAM. 54.655. ICA.Oviedo 3764, Diplomado en Derecho Constitucional

Miguel Yaben Peral
Cuando un dirigente político, ante una catástrofe pública se enfrenta a la posibilidad de tomar distintas decisiones, y opta por alguna de ellas, podemos opinar con más o menos acierto si nos parece razonable. Si por el contrario el político no toma ninguna decisión perentoria, tal como reclama la situación, podemos concluir, desde cualquier posición ideológica, que es un comportamiento irracional que rompe el “contrato social” con la ciudadanía, y que reclama la depuración de responsabilidades, que ha de comenzar con la “cura democrática” que pasa inexorablemente por la dimisión de los responsables-irresponsables.
La “protección del Estado” a la ciudadanía (como un todo) es su razón de ser. Sin ella el Estado no tiene sentido. En nuestro Ordenamiento Jurídico, partiendo de la Constitución, y por tanto en el marco del Estado de Derecho, encontramos distintas instituciones y herramientas jurídicas, que permiten -en realidad obligan- a abordar con prontitud las medidas o las respuestas que en su caso sean necesarias para resolver o paliar la catástrofe producida. Cuando vemos lo ocurrido en Valencia, y lo contextualizamos jurídicamente, causa cierto estupor leer el Preámbulo de la Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil, que, con aires triunfalistas, nos dice que la vulnerabilidad de las personas en nuestra sociedad ante las múltiples y complejas amenazas de catástrofes naturales, industriales o tecnológicas es menor que hace treinta años, por la influencia de las políticas públicas que se han aplicado desde entonces, basadas en esencia en un gran desarrollo de los sistemas de alerta, la planificación de las respuestas y la dotación de medios de intervención.
La Ley Orgánica 4/1981, en su artículo primero establece que procederá la declaración de los estados de alarma, excepción o sitio cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes. En su art. 4 faculta al Gobierno para declarar el estado de alarma cuando se produzcan alteraciones graves de la normalidad como A). Catástrofes, calamidades o desgracias públicas, tales como terremotos, inundaciones, incendios urbanos y forestales o accidentes de gran magnitud.
A su vez, la Ley Orgánica 5/2005 de 17 de noviembre de la Defensa Nacional, en su art. 15.3 establece que las Fuerzas Armadas tienen, entre otras, la misión junto con las Instituciones del Estado y las Administraciones Públicas de preservar la seguridad y bienestar de los ciudadanos en los supuestos de grave riesgo, catástrofe, calamidad u otras necesidades públicas conforme a lo establecido en la legislación vigente.
Nos decía el Tribunal Constitucional en su Sentencia 83/2016 que “esta legalidad excepcional que contiene la declaración gubernamental desplaza durante el estado de alarma la legalidad ordinaria en vigor, en la medida en que viene a excepcionar, modificar o condicionar durante ese periodo la aplicabilidad de determinadas normas, entre las que pueden resultar afectadas leyes, normas o disposiciones con rango de ley, cuya aplicación puede suspender o desplazar”.
Cobra todo su sentido aquella frase atribuida a Cicerón, a tenor de la cual Salus Populi suprema lex. Es decir, para el gobernante en el ejercicio de su autoridad, la salud del pueblo y evidentemente su salvación física, es una razón de estado ante la que debe ceder cualquier ley. Tiempo más tarde, John Locke en su Segundo Tratado de Gobierno Civil en el Capítulo dedicado a la subordinación de los Poderes del Estado, haciéndose eco de la frase latina, decía que es sin duda una regla justa y fundamental, y quien sinceramente la siga no podrá equivocarse gravemente.
No es mi propósito introducir al lector en un laberinto teórico jurídico-burocrático. Tan sólo reseñar que desde una inteligencia media normal, se comprende sin excesivo esfuerzo intelectual que el ordenamiento “encadenado”, está orientado a que la “máquina legal” funcione de manera inmediata, coordinada y eficaz para resolver cualquier emergencia que ponga en riesgo la vida y los bienes de los ciudadanos a los que el Estado está obligado a proteger.
Cuando no ocurre así -como es el caso-, se evapora la confianza y el respeto que la ciudadanía debiera tener en los rectores públicos. Queda al descubierto en toda su desnudez, la incompetencia, la mediocridad, incluso la inmoralidad, de quienes pudiendo y debiendo, no han evitado en la medida de lo posible la tragedia y sus consecuencias. Queda la indignación por la pérdida de vidas, ruina y barro. También esperanza. Los responsables no pueden seguir siendo referentes políticos, y aún concediéndoles -sin duda por mi parte- el beneficio de la falta de intencionalidad, es incuestionable que deben dimitir. La dimisión, en éstas circunstancias es un acto de dignidad personal y de salubridad democrática.
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