El reconocimiento de una incapacidad permanente absoluta constituye una de las decisiones más exigentes dentro del sistema de Seguridad Social. No se trata de valorar únicamente la existencia de enfermedades, ni siquiera su gravedad clínica, sino de determinar si una persona conserva una capacidad real y efectiva para desarrollar cualquier actividad laboral con continuidad, eficacia y un mínimo de rendimiento profesional.
En relación con lo anterior, en el despacho tuvimos la oportunidad de acompañar a una trabajadora que, tras su trayectoria profesional y un proceso médico complejo, decidió no conformarse con una respuesta que no reflejaba su realidad. El asunto, resuelto recientemente por el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, constituye un buen ejemplo de cómo pueden corregirse interpretaciones excesivamente restrictivas cuando la capacidad laboral se analiza desde una perspectiva meramente teórica y alejada de la vida cotidiana.
La trabajadora había desarrollado su actividad profesional como teleoperadora. Tras un prolongado periodo de incapacidad temporal y una evolución clínica que condicionaba de forma relevante su día a día, se valoró el reconocimiento de una incapacidad permanente como vía de protección adecuada a su situación.
La respuesta inicial fue negativa, al considerarse que las limitaciones existentes no alcanzaban un grado suficiente para justificar una incapacidad permanente. Esta valoración se apoyó en una lectura estricta del expediente médico y en una concepción formal del trabajo, entendiendo que la ausencia de grandes exigencias físicas permitía mantener una actividad laboral. La reclamación previa fue igualmente desestimada, lo que obligó a acudir a la vía judicial para que la situación fuera examinada con mayor profundidad.
El Juzgado de lo Social que conoció inicialmente del asunto desestimó la demanda. Aunque la sentencia reconocía la existencia de un cuadro clínico relevante, concluyó que no impedía el desempeño de la profesión habitual por tratarse de un trabajo sedentario y con escasas exigencias físicas.
Este razonamiento refleja una idea muy extendida en algunos pronunciamientos judiciales. Se analiza el puesto de trabajo desde una descripción genérica, sin atender a lo que realmente exige cualquier relación laboral. Trabajar como teleoperadora no es solo ocupar un asiento frente a una pantalla, sino poder hacerlo con regularidad, previsibilidad y estabilidad, cumpliendo horarios, manteniendo la atención y garantizando una presencia continuada. La resolución de instancia puso el acento en lo que el trabajo es en abstracto, no en lo que implica en la práctica diaria para quien debe sostenerlo.
Frente a esta sentencia consideramos necesario continuar con la defensa de nuestra posición, por lo que se interpuso recurso de suplicación ante el Tribunal Superior de Justicia de Madrid. El recurso no cuestionaba los hechos médicos, que se encontraban debidamente acreditados, sino la forma en que se había valorado su impacto real sobre la capacidad laboral.
La Sala asumió el relato fáctico fijado en la instancia, pero llevó a cabo una valoración distinta de sus consecuencias jurídicas. El tribunal desplazó el análisis desde una consideración abstracta del puesto de trabajo hacia la capacidad real de la trabajadora para sostener cualquier actividad laboral con continuidad, eficacia y fiabilidad, con independencia de que se tratara de un empleo sedentario o de escasa exigencia física.
Desde esta óptica, concluyó que las limitaciones existentes, apreciadas de forma conjunta y en su evolución, resultaban incompatibles con las exigencias mínimas inherentes a cualquier relación laboral, recordando su doctrina consolidada sobre la imposibilidad de exigir una prestación de servicios cuando concurren afectaciones constantes e imprevisibles que comprometen la estabilidad y regularidad en el trabajo.
La Sala reiteró que la incapacidad permanente absoluta no exige una imposibilidad física total, sino la constatación de que no es viable mantener una actividad laboral en condiciones profesionalmente exigibles. Sobre esta base, estimó el recurso, revocó la sentencia de instancia y reconoció a la trabajadora la situación de incapacidad permanente absoluta, con derecho a la correspondiente pensión.
Más allá del pronunciamiento jurídico, esta resolución tiene un valor especial para quien la protagoniza. Supone el reconocimiento de una realidad vivida durante años y confirma que defender los propios derechos, incluso cuando el camino es largo, puede conducir a una respuesta justa y acorde con la dignidad personal. Al mismo tiempo, pone de relieve la necesidad de abordar la valoración de la incapacidad desde una perspectiva global y funcional, evitando enfoques fragmentarios o excesivamente teóricos, y recuerda que la existencia de trabajos considerados ligeros no excluye, por sí sola, el reconocimiento de una incapacidad cuando la realidad funcional de la persona lo impide.