El 7 de octubre de 2020, 150 personalidades estadounidenses, en su mayoría escritores, profesores universitarios y periodistas (entre los que se encontraban Noam Chomsky, J. K. Rowling, Salman Rushdie, Margaret Atwood , Garry Kasparov , Gloria Steinem y Fareed Zakaria), publicaron en la revista Harper’s un artículo en el que condenaban la cultura de la cancelación.
Cinco años después, la cultura de la cancelación se ha extendido de forma incontrolable y ya es una epidemia. Hoy en día, cualquiera puede tener un canal de televisión o una publicación que, en cuestión de segundos, se difunde por todo el mundo. Y en el actual mundo digital, sin regular, la cultura de la cancelación encuentra su vehículo, rápido y de fácil acceso para todos: las redes sociales.
La cancelación consiste en la condena pública y el ostracismo social de individuos o entidades a través de plataformas digitales, a menudo basadas en acusaciones sin fundamento. En su origen siempre hay acusaciones graves y casi siempre relacionadas con el acoso sexual. Por dos motivos, por la indignación y la facilidad de la condena social y por ser acusaciones difíciles de refutar, son delitos silenciosos y sin pruebas, la palabra del acusador contra la palabra del acusado.
Los efectos de estas acusaciones son siempre devastadores para el acusado. Boaventura de Sousa Santos, el sociólogo portugués más reputado y eminente y uno de los más destacados a nivel mundial, es tan solo un ejemplo de los muchos que se pueden mencionar, pues es víctima de una cancelación muy violenta que sigo de cerca desde hace dos años y medio. Él mismo utiliza la expresión «muerte civil» como efecto de la cancelación de la que ha sido víctima (libros no publicados, destituciones sin audiencia previa, no publicación de sus artículos de opinión o de quienes lo defienden en los periódicos más importantes, «recomendaciones» para eliminar su nombre y su obra en tesis doctorales, etc., formas de cancelación contra las que se rebelaron las 150 personalidades de la revista Harper’s).
De este modo, el acusado es proscrito sin tener la oportunidad de defenderse o recurrir a la justicia. En su caso particular (el del sociólogo portugués), ninguna de las acusadoras presentó una denuncia formal y solo le imputaban juicios de valor, lo que dificultaba aún más su defensa, ya que no había ningún hecho que desmentir, con pruebas que presentar, sino solo una idea. Solo más tarde, y de acuerdo con el pulso de la opinión pública, esas acusaciones pasaron a contener hechos, falsos como se demostró.
Además, las redes sociales suelen ser rápidas y eficaces para acrecentar los efectos de la cancelación y suelen contar con el apoyo de algunas figuras públicas, que siempre las hay, ávidas de condenar al acusado por falta de simpatía o por el delito/práctica de la que se le acusa por empatía. En realidad, no importa, siempre que esa postura genere compromiso, incluso si implica una violación de derechos fundamentales y bienes jurídicos como el honor, la privacidad, la imagen, la libertad de expresión y la presunción de inocencia.
La cancelación aniquila derechos fundamentales del Estado de derecho democrático
El cancelamiento representa un retroceso civilizatorio que, hace pocos años, nadie hubiera creído posible. Presenta similitudes inquietantes con las prácticas punitivas de épocas premodernas, anteriores al desarrollo de los sistemas jurídicos garantistas, que comparten con la cancelación contemporánea características esenciales: la condena previa al juicio formal, el castigo basado en el consenso popular o la presión del grupo, la falta de proporcionalidad entre la acusación y la sanción, y la imposibilidad práctica de una defensa efectiva ante multitudes movilizadas emocionalmente.
Sin embargo, el Estado de derecho democrático moderno se construyó precisamente sobre el rechazo de estas prácticas arbitrarias. Principios como la presunción de inocencia, las garantías de un proceso justo y equitativo, con respeto por el contradicatorio y la amplia defensa, representan logros civilizatorios fundamentales, consolidados a lo largo de siglos de evolución jurídica, desde la Carta Magna hasta las declaraciones universales de derechos humanos, y patentes en cualquier constitución de un Estado democrático de derecho.
La cancelación atropella todos estos principios: convierte al acusador en juez y la opinión pública desinformada es el verdugo de la muerte civil del acusado. Y no hay recurso. Una vez destituido, nunca se repone. No hay forma de sobrevivir a la muerte civil, porque eso sería admitir el error por parte de la opinión pública.
En concreto, la presunción de inocencia, consagrada en el artículo 11 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, constituye un pilar esencial del Estado de derecho. Sin embargo, la cultura de la cancelación viola frontalmente este principio al promover condenas públicas inmediatas basadas en meras y fortuitas acusaciones. El individuo es juzgado culpable en el tribunal de la opinión pública digital antes de cualquier investigación factual seria, invirtiendo la carga de la prueba e imponiendo al acusado la imposible tarea de demostrar su inocencia ante un público predispuesto a condenarlo.
Por otra parte, la longevidad y el alcance global de las publicaciones digitales amplifican exponencialmente los daños a la honorabilidad. La información difamatoria permanece accesible indefinidamente a través de los motores de búsqueda, creando una especie de «condena perpetua» digital que acompaña ad eternum al individuo en todas las esferas de su vida personal y profesional.
Por su parte, la libertad de expresión ocupa una posición paradójica en la cultura de la cancelación. Por un lado, se invoca a menudo para justificar las propias dinámicas de cancelación, argumentando que las supuestas víctimas tienen derecho a expresar su desaprobación hacia quienes consideran reprobables. Por otro lado, la cancelación tiene un efecto intimidatorio al restringir severamente esta misma libertad, creando un ambiente de autocensura entre aquellos que evitan expresar opiniones por temor a represalias. Son curiosas las situaciones en las que el acusado es un héroe de la opinión pública. En estos casos, las acusaciones tienden a tener un efecto rebote contra el acusador, y apoyar a este último es sinónimo de reacción violenta. Esto significa que cualquier opinión publicada en el ámbito digital es discrecional y solo busca la aprobación masiva, importando el número de reacciones positivas y no el contenido. Importa la cantidad, no la calidad.
Las plataformas digitales, el perfecto caldo de cultivo
Una de las características más problemáticas de la cultura de la cancelación es la difusión masiva de denuncias sin pruebas. Las redes sociales, por su naturaleza inmediata y viral, privilegian la velocidad sobre la verificación, la indignación sobre la reflexión y el impacto emocional sobre el análisis factual.
Esta dinámica crea un entorno propicio para la difusión de información falsa o distorsionada. Las acusaciones pueden lanzarse de forma anónima, sin ninguna responsabilidad inicial. Incluso cuando posteriormente se desmienten, el daño a la reputación ya está hecho, produciéndose el fenómeno conocido como «efecto mancha»: la persistencia de las sospechas incluso después de que se hayan aclarado los hechos.
Es por ello que las propias plataformas digitales, a través de sus algoritmos de recomendación y métricas de compromiso, contribuyen a la amplificación descontrolada de estas denuncias. El contenido que genera indignación recibe mayor visibilidad, lo que crea incentivos perversos para la publicación de acusaciones sensacionalistas. El modelo de negocio basado en captar la atención entra en conflicto estructuralmente con los principios de verificación factual y proporcionalidad.
Asimismo, los medios de comunicación tradicionales de carácter sensacionalista desempeñan un papel fundamental en esta dinámica, legitimando la cancelación a través de su credibilidad institucional.
La presión competitiva en el entorno mediático contemporáneo, donde se valora la rapidez de publicación, puede comprometer los estándares periodísticos tradicionales de verificación y audiencia de las partes implicadas.
En Estados Unidos ya se vislumbra un retroceso en esta cultura de cancelación. El recurso inmediato a la justicia penal o civil por parte de los acusados, con cuantiosas demandas de indemnización contra los acusadores, comienza a dar sus frutos: véase el caso Baldoni contra Lively, en el que una respuesta inmediata del acusado impidió su cancelación y permitió que la justicia hiciera su trabajo.
Por otra parte, cuando, además de la cancelación, existen denuncias formales, el efecto mancha es aún inevitable, como ocurrió con el actor Kevin Spacey, uno de los más prestigiosos de Hollywood, que, a pesar de haber sido absuelto por la justicia de todos los delitos que se le imputaban, vio cómo se mantenía su cancelación.
El desafío de proteger los derechos de los acusados
Y es por todo ello que se impone un nuevo reto al derecho: encontrar mecanismos de protección de los derechos fundamentales de los acusados y no permitir que algunos de sus conceptos, como el de «prevención general», se vean contaminados por la presión de una sociedad desinformada.
La regulación de las redes sociales, la eficacia de las acciones de protección de los derechos fundamentales y de las medidas cautelares, la separación del juez en el proceso de decisión de la opinión pública, son conceptos fundamentales para preservar no solo los derechos de los ciudadanos, sino también el derecho y el sistema judicial en sí. De lo contrario, cualquier ciudadano hará su propio juicio, dictará y ejecutará su sentencia: la muerte civil, sin dejar espacio para que los tribunales cumplan su función: la condena siempre debe corresponder únicamente al juez.
El reto esencial es conciliar las posibilidades emancipadoras de las tecnologías digitales —que democratizan la voz y permiten denunciar abusos anteriormente silenciados— con la preservación de las garantías fundamentales que protegen a todos los individuos, incluidos los acusados, de condenas arbitrarias.
Este delicado pero esencial equilibrio definirá la calidad democrática de las sociedades digitales del siglo XXI.
Sobre el autor
Afonso Pedrosa, abogado de Coimbra Castanheira